Riégame las Plantitas
Los consejos de la abuelita son una letanía palpable en la familia. Entre supersticiones y sabiduría están incrustados en nuestro subconsciente. Le hagamos caso o no, siempre los escuchamos en el momento preciso o actuamos por fuerza de hábito.
Me explico, a ver si me dan la razón; ¿cuántas veces nos hemos empujado el último bocado del plato pensando en aquellos que no tienen qué comer? Mi abuelita se esmeraba en que el plato quede limpio con la típica recua: «cómete una más por tu mamá, otra por tu papá y otra por los niños pobres». Así fue como mi solidaridad me dio la silueta de modelo de Michellín.
La causa efecto es inminente. En mi adolescencia, mi abuelita no vivía con mi familia pero nos visitaba a menudo, sino nos llamaba por teléfono. Hablo de aquellos tiempos en que el apartado estaba conectado a un cable en medio de la sala y uno tenía acercase a descolgar el auricular y verbalizar un saludo. La máquina contestadora era un lujo y el timbrado era incesable dependiendo de la insistencia del que ejecutaba la llamada, verbigracia mi abuelita; quién con todo el amor del mundo me llamaba a las 10 de la madrugada en mis vacaciones escolares para hacerme las mismas preguntas.
Para aquellas vacas que se acuerdan cuando fueron terneras, a ningún adolescente le gusta que lo despierten y mucho menos que los cuestionen; los monosílabos son el lenguaje escueto por naturaleza. Ahí me hallaba, cada madrugada a las 10 am requintando el interrogatorio y cada llamada terminaba con un pedido clásico: «Riégame las platitas». La anticipación al término de la llamada era una revolución en mi hígado.
Hace veinticinco años que mi abuelita murió; cada vez que veo una maceta me fijo si tiene agua. Mi jardín se llena de flores en primavera, en verano me esmero que mis arbustos estén húmedos, en otoño podo las hojas secas y en invierno rocío mis seculares, bonsáis y árbol de dracaena. Mi abuelita tenía razón, cuando riegas las plantitas, las hojas se mueven diciendo gracias. Ahora casi ni duermo, ni el timbre de mi teléfono suena incesantemente, pero si riego mis plantitas.
Entonces comprendí una vez más que hacemos eternos a nuestros seres queridos cuando los recordamos en las cosas simples, en el legado de amor en aquellos actos que fueron tan insignificantes en un momento y en las manías que heredamos. Ahora soy yo la que le pido a mis hijos que rieguen las plantitas o lleno de flores y macetas la oficina. El día que me reencuentre con mi abuelita moveré mi s brazos como las hojas y le daré las gracias.