Estoy convencida que la crianza de los hijos es la tarea más difícil que un ser humano puede emprender. Muchos pueden opinar lo que se debe o no dejar de hacer; pero la verdad es que no hay libro escrito, ni en la psicología más estudiada que nos describa a la perfección los pasos a seguir.
John Lennon entendió que los dos primeros años de la vida de un niño era los más importantes y se los dedicó a Julián. De ahí sale la canción en 1980, Niño Hermoso (Beautiful Boy); donde le advierte que lo protegerá, que se cuide y que tiene muchas ambiciones para él. Todos deseamos lo mejor para nuestros hijos, los moldeamos con nuestros talentos. ¿Pero que sucede cuando sus talentos no van a la par con los nuestros?
Quienes han visto la película Triunfo a la Vida (Mr. Holland’s Opus) interpretada por Richard Dreyfuss, entenderás la frustración de Glenn Holland. Un músico que tenía el sueño de componer un pieza musical memorable, para lo que acepta un trabajo temporal como director de música en una escuela secundaria y se vuelve una leyenda; inspirando por años a cientos de jóvenes, sin embrago es incapaz de comunicarse con su hijo que era sordo.
El lenguaje de señas no era su fuerte y el sonido era el arma para su talento. Cuando en una discusión áspera el hijo le explica su gusto por los Beatles, el padre entiende su error; y en propósito de enmienda, actúa en uno de sus propios conciertos en la escuela interpretando Niño Hermoso con lenguaje de señas. Un solo detalle que cambió el rumbo de su relación.
La familia es el núcleo de la sociedad, la importancia de la crianza radica en la estabilidad y el amor, no en el romanticismo. La sociedad y la modernidad de los medios sociales, nos han hecho creer que debe de existir una perfección, un molde a seguir, y una aceptación universal. Creo que cuando entendamos que nuestros hijos no son perfectos, que son únicos y que lo que importa es que sean felices; las generaciones mejorarán.
Hace un tiempo me crucé con una publicación de una madre que contaba como la criticaban porque dejaba que su hijo pequeño se eche a dormir con ella, que se acurruque cuando tenía miedo o tristeza. “Me dicen que no lo deje”; hasta que un día, ya adolescente, le rompieron el corazón y el la buscó, se echó a su lado, le contó todo su dolor y se acurrucó con ella.
El dolor de ver a nuestros hijos sufrir y no poder hacer nada es más fuerte que el daño que podamos recibir nosotros mismos. Hace años escuché a un orador mejicano, perdón pero no me acuerdo el nombre, que explicaba que no hay dolor más grande ni palabra en el diccionario que explique el perder un hijo, que el diccionario describe a un huérfano(a) cuando pierde a un padre/madre, un viudo(a) cuando pierde un cónyuge, pero no hay adjetivo en el diccionario que describa a alguien que pierde un hijo(a).
Es ver sangre de tu sangre desvanecer. Sino vean Eric Clapton cuando toca Lágrimas en el Cielo (Tears in Heaven), han pasado décadas y aún se siente el estrés emocional de recordar a su hijo de 4 años y medio que se cayó de la ventana de su departamento en el piso 53. “¿Sabrás mi nombre si te encuentro en el cielo?”, la primera línea me encoje el corazón.
Nuestros hijos van a cometer errores, no se trata de justificarlos, de buscar culpables o apañar majaderías, como lo explica Ruben Blades en la canción que me mueve el piso y me estruja el alma, Amor y Control, “sólo quien tiene hijos entiende que el deber de un padre no acaba jamás, que el amor de padre y madre no se cansa de entregar”.
Celebremos a nuestros hijos con sus calificaciones y con sus esfuerzos, así el puntaje no sea el más alto; con el gol que metieron o el penal que se fallaron. Pero más que nada, celebremos por el ser humano y la persona que son; no el modelo que nos imponen. Recuerden a la vaca cuando fue ternera o al caballo cuando fue potrillo.
Autor: Martha McGowan