Los pétalos de cempasúchil marcan el camino para el regreso a casa de los que ya no están. Allí los esperan las ofrendas, con la comida que preferían, la sal para que el cuerpo no se corrompa, el agua para mitigar la sed, las velas para alumbrarlos y un poco de incienso o copal para limpiar el lugar por si acaso rondan los malos espíritus.
Son parte de los rituales que muchos siguen en México para recordar a los suyos en esta particular festividad, declarada en 2008 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).
Para el historiador Héctor Zarauz, autor del libro “La fiesta de la Muerte”, este festejo es la suma de diversas tradiciones que tienen como punto de partida las raíces indígenas de las culturas autóctonas de Mesoamérica.
“Estas flores para hacer un camino que iluminan el retorno de las almas, sumadas y concentradas en un altar, consagradas a una persona, es lo que se hacía, de alguna manera, en las sociedades prehispánicas. Después, durante la conquista, se fueron sumando nuevos elementos a la fiesta. Por ejemplo, las cruces, que son representaciones del catolicismo, o algunas bebidas que se añaden a la ofrenda para los muertos, bebidas destiladas que no existían antes. Como tampoco lo que es hoy muy tradicional, el pan de muerto, ya que entonces no existía la harina”.
Zarauz dice que, si bien en todas las culturas hay un culto a la muerte, lo que hace particular a la fiesta mexicana es el colorido y cierto carácter festivo para recordar a los muertos.
“En las culturas autóctonas había la disposición de celebraciones más prolongadas. El año tenía varias divisiones, entonces había una veintena de días para festejar a los niños y otra para celebrar a los adultos. Y las fechas que establece la Iglesia católica, el 1 de noviembre para los muertos niños y el 2 de noviembre para los adultos, son las que celebramos actualmente”, añadió.
Otra forma del festejo tiene que ver con las llamadas “calaveritas” que, como cuenta el historiador Alejandro Rosas, surgen a finales del siglo XIX y van de la mano de las ilustraciones que publicaba José Guadalupe Posada, a quien se le atribuye la creación de lo que hoy se conoce como “La Catrina”.
“La editorial donde regularmente publicaba sus caricaturas era Vanegas y Arrollo, generalmente iban acompañadas de versos. Entonces se acostumbró desde el último cuarto del siglo 19 este tipo de rimas, décimas o cuartetos para hablar de la muerte, pero rimada. Después se fueron incorporando los políticos o la gente del espectáculo como una forma de hacer una crítica satírica con respecto a la muerte”, dijo Rosas.
Algo que llama la atención es la forma en la que los mexicanos encaran la muerte. Algunos consideran que se ríen, se burlan y no le temen.
Una visión simplista, según Bernardo Barranco, especialista en religiones.
“Aparentemente sí, es una careta, una máscara. Octavio Paz tenía una expresión muy interesante que decía ‘La muerte es intransferible, como la vida y la aparente indiferencia del mexicano ante la muerte, se nutre de su aparente indiferencia ante la vida’. Es decir, en el mundo mesoamericano hay una especie de solemnidad frente a la muerte. Muchas veces es más importante cómo se muere que cómo se vive porque depende del destino último que tengas en tu vida”, expresó Barranco.
El camino al Mictlán
Zarauz cuenta que las culturas autóctonas prehispánicas habían concebido distintos destinos para los muertos.
“El destino de las almas de los muertos no estaba determinado por su comportamiento moral, sino por el oficio o las actividades que desempeñaban o la forma en la que habían fallecido. Por ejemplo, los guerreros estaban destinados a uno de los cielos, al Mictlán, que era lo que se interpretó en la visión católica como el paraíso. También estaban en ese destino las mujeres que morían en un parto, porque se pensaba que desarrollaban una pelea, una guerra por la vida. En el Mictlán, se convertían en pájaros”, contó.
El historiador agregó que el Tlalocan era otro destino para aquellos que morían por un rayo, un trueno o ahogados, o de ciertas enfermedades asociadas a un medio acuoso, al agua, a las lluvias, porque era el espacio de Tlaloc, el dios de la lluvia y el relámpago, según la cultura mexica.
Por su parte, Barranco dice que, al final, lo que hay es un cúmulo de tradiciones y una enorme dimensión sincrética de la muerte en la que no solamente hay prácticas culturales religiosas y no religiosas.
“Los mexicanos en cierta manera hemos aprendido”, según Octavio Paz, “a fingir muy bien que no le tememos a la muerte y que seguimos orgullosos de cómo morimos”, apuntó.
Barranco añadió que la muerte, como una ofrenda en esta actitud envalentonada, se resume en la popular canción La Valentina: “si me han de matar mañana, que me maten de una vez”.