La moda del “Juego del Calamar” ha llegado demasiado lejos, al punto que normaliza la banalidad del mal del fascismo, en un despliegue de medios publicitarios que imitan las peores conductas de la serie coreana.
En Caracas vemos el surgimiento de un mercado del mal gusto, que se ha colgado a la tendencia de Netflix, para vender sus marcas truchas y piratas, adoptando la estética represora y nazi de la producción asiática.
Así, como nos hemos acostumbrado al pánico de las alcabalas con uniformados encapuchados, la ciudad capital es ahora filtrada por puntos de chequeo, donde jóvenes disfrazados de soldados de “Squid Game” detienen a los conductores y les entregan tarjetas misteriosas, a fin de promover sus negocios.
El crítico Luis Bond, de hecho, tuvo ocasión de grabarlos en plena avenida principal de Las Mercedes, la zona rosa del país y uno de sus corazones comerciales.
No es el único caso en el que se plagia el arte del “Juego del Calamar”, sin pagar por los derechos respectivos, para llamar la atención del consumidor venezolano.
En un país que roba la esencia de otras “love marks”, a diestra y siniestra, hemos reportado desde eventos de coaching hasta emprendimientos de toda índole, que pretenden “actualizarse”, subiéndose al bus de la experiencia que propone el programa más visto en la historia del streaming.
El resto del mundo sigue igual de extraviado, al viralizar videos de fiestas de “Squid Game”, clases que reproducen sus dinámicas, parques temáticos y malls que infantilizan las degradaciones humanas que se desnudan en el seriado coreano.
En el colmo de la apropiación cutre y kitsch de América Latina, la Tigresa del Oriente le dedica una “canción” a la tendencia del año, desafinando y bailando descoordinadamente entre falsos vigilantes con las máscaras negras de esgrima y los overoles rosados. La señora se pone en plan de policía de la moral: » si eres un borracho, te voy a eliminar».
Una danza macabra del cringe pop que circula en octubre, por las notables carencias creativas y las disfunciones intelectuales del continente.
Un asunto sobre el que volveremos en una próxima nota, a propósito de la actual claudicación intelectual del globo, a merced de la explotación populista de los algoritmos.
En cualquier caso, la saturación del fenómeno refleja las debilidades estructurales de una oferta y una demanda, cuyos problemas de identidad se terminan unificando en la generación de unos contenidos que logran el consenso de las masas, aglutinándolas en función de estrategias de microtargeting.
Obviamente, no es la primera vez que asistimos al diseño y a la propagación de un nicho de la cultura mainstream.
Antes, en el espacio de los transmedia, conocimos del impacto de franquicias como “Star Wars”, “Harry Potter”, “Halloween”, “GOT” y “Avengers”.
De inmediato, la causa traía el efecto de impulsar a la industria de servicios, declarando el inicio de un frenesí como la Beatlemanía, la guerra del Brit Pop, el ascenso del metal o del regetón.
La cascada, del ADN de espejo, se insertaba de forma orgánica o artificial, dependiendo de las circunstancias.
Michael Jackson, el punk y Madonna nacieron primero en la periferia de la disrupción, para luego conquistar el trendy.
El sistema de estrellas lo entendió y lo aprendió rápido, evitando que la contracultura la amaneciera de golpe, anticipándose al declive de una tendencia para superponerle la siguiente de mayor diseño corporativo.
Con las lentas investigaciones y estadísticas del pasado, el mainstream se adueñó de la insurgencia del grunge, del nu metal, de los boy bands, del gangsta rap y de los movimientos urbanos de Puerto Rico, despojándolos de cualquier transgresión política, a objeto de garantizar su expansión como placebos inofensivos.
En la actualidad, con la sofisticación predictiva al alcance de un click, la big data nos lee en vivo y directo, nos vigila y nos impone modelos de interacción, como un Gran Hermano del “Juego del Calamar”.
No es teoría de conspiración, sino un asunto muy real del costo que significa vivir bajo el dominio de las redes sociales.
De modo que la globalización de “Squid Game”, debe anotarse como un triunfo del algoritmo de Netflix sobre un planeta asolado por la peste y encerrado en su casa, siendo presa fácil de la Matrix y de la programación del Big Tech.
En la superficie, nada pasa con que “jugaremos, muévete luz verde”, mientras una niña robótica escanea nuestros movimientos y nos elimina, de mentiritas, en la arena de un club de playa.
Para algo existe el carnaval y el Halloween, permitiendo que nuestro inconsciente purgue y haga catarsis con sus instintos reprimidos.
En Venezuela, los hombres se “disfrazaban” de “negritas”, mucho antes que pensara existir la cultura de la cancelación y la corrección política.
En el Colegio San Ignacio, como se ve en el documental “Rómulo Resiste”, se desarrollaba una versión antigua de “Squid Game”, a modo de ritual de iniciación, no exento de hostilidad, agresión y bully.
Corrían otros tiempos.
Lo más preocupante en el presente, no es que la Tigresa se contoneé al ritmo del “Juego del Calamar”, sino que precisamente las técnicas de influencia naturalicen las relaciones tóxicas y perversas que se denuncian en “Squid Game”, como retrato de una distopía demasiado cercana al colapso del proyecto democrático.
Es como que se ponga de moda imitar las torturas del estado islámico, los intercambios matonescos de una serie como “Jigsaw”, o que se decida convertir en un simulacro lúdico, a la arquitectura maléfica de los campos de concentración.
Tal como “8Chain”, le propinó gasolina a los movimientos de ultraderecha, pasando de los foros a las acciones contra minorías que fueron victimizadas y acosadas, la popularidad de “El Juego del Calamar” ha venido a autorizar que nos destraten, nos humillen, nos simplifiquen, llevándonos a participar en una escabechina virtual, en una simulación barata e “inofensiva” de “Squid Game”.
Así, paradójicamente, se va condicionando a una sociedad, a un territorio, a un mundo.
Capaz, a algunos, les sonará exagerado, porque no somos como monos que vemos e imitamos, porque sabemos distinguir la realidad de la ficción.
Pues bien, cumplo con advertir que la infantilización y la masificación de “El Juego de Calamar”, se parece a la propagación de una agenda de vigilancia y control, de la unificación del mundo en un panóptico, que más que valorarnos como individuos, nos reduce a la condición de un rebaño colectivista de presos que luchan por su vida.
¿Somos el “Juego del Calamar” o somos más que una fotocopia descafeinada de su pornificación del horror en cautiverio?
Todavía hay tiempo de discutirlo en el foro de comentarios.
No se trata de censurarlo, como de someterlo a una consideración adulta.
Sergio Monsalve. Director Editorial de Observador Latino.
Fuente: El observador Latino